por Antonio Checa Godoy. Presidente del Consejo Audiovisual de Andalucía
Hay coincidencia generalizada en que si bien los bulos y falsas noticias vía medios son tan antiguos como el propio periodismo, es justamente en nuestros días cuando se dispara su presencia, facilitada por distintos factores, como la instantaneidad y multiplicidad que facilita internet y la generalización mundial de nuevos instrumentos tecnológicos baratos y de uso fácil y cómodo como los teléfonos móviles, espoleado todo por circunstancias adversas imprevistas, pero duraderas y profundas, como la pandemia de los años 2020/2021.
La falsa noticia, no por error o mala interpretación, sino creada consciente y de inmediato transmitida, respondiendo a objetivos políticos, económicos o sociales, ha entrado con fuerza en nuestra vida cotidiana. Ha encontrado un vehículo fácil, rápido y relativamente anónimo: las redes sociales. ¿Cómo combatir ese auge, que a veces nos parece incontenible, inabarcable, de mentiras difundidas por las redes sociales sobre todo, pero no solo por ellas? ¿Podemos vincularlo al visible deterioro de las redacciones de los medios, cada día con menos profesionales, y estos con más horas de trabajo y más urgencias? De los periódicos desaparecieron aquellos conceptos de ediciones de la mañana y la tarde o especiales, y en la radio y la televisión, aunque formalmente se mantienen informativos y telediarios de mediodía o noche, coexisten con largos programas de información-debate y la noticia minuto a minuto, aunque no haya sido contrastada. Como desaparecieron los correctores y hoy cualquier titular en la pequeña pantalla lleva incorporadas la errata o la falta de ortografía, a menudo evidenciando graves ignorancias.
«no culpemos a la tecnología sino al mal uso que hacemos de ella. No es responsable, por ejemplo, de la creciente práctica de no comprobar las noticias, so pretexto de la urgencia y la ancha autopista que nos brindan esas novísimas tecnologías»
Ante todo, no culpemos a la tecnología sino al mal uso que hacemos de ella. No es responsable, por ejemplo, de la creciente práctica de no comprobar las noticias, so pretexto de la urgencia y la ancha autopista que nos brindan esas novísimas tecnologías. Hemos entrado en la era del relato, parece que sea obligatorio hoy que en el periodismo, como en la literatura o en el cine, hayamos de contar una historia y se hace más habitual que nunca aquel viejo adagio irónico del periodismo: «no dejes que la realidad te destroce un buen titular». O tu historia. Contrastar, ofrecer cuando las tiene las dos caras de la noticia, diferenciar la información de la opinión se hace especialmente necesario hoy. A más riqueza de datos, a más pluralidad en las fuentes, más credibilidad y, por tanto, menos margen para esas teorías conspiratorias a las que tan proclive son hoy también el mundo de la información y las redes sociales más en concreto.
Los medios se han llenado en los últimos años de opinión. La sencilla página editorial de antaño -editorial, artículo de opinión y cartas al director- son ahora muchas páginas llenas de artículos, de firmas. No importa que se incluyan diez o doce columnas que demasiado a menudo vienen a decir lo mismo, lo verdaderamente preocupante es que parece que la consideración de opinión fuera una patente de corso para no verificar datos, para no contrastar nada. Y, por cierto, esa obligación de contrastar afirmaciones incluye a la clase política, muy frecuente hoy en esas columnas, como oportunamente subraya Lionel Barber, quince años director del Financial Times.
Los periodistas hemos ido cediendo parcelas de pluralidad. Rueda de prensa es, por definición, intercambio, movimiento; pero hoy los medios aceptan las generalizadas ruedas de prensa sin preguntas, toda una contradicción en sí misma. El político o el protagonista por un día expone, entrega, dicta, no dialoga ni debate. Lo toma o lo deja. Por fortuna existe, si la sabemos cuidar, la hemeroteca, el testimonio del pasado, el historial. Ahí si hemos aprendido los periodistas a replicar con evidencias. Frente a la mentira, la media verdad o el supuesto olvido, el dato, el hecho patente. Aquí la tecnología acude en defensa del periodista, hay inmediatas muchas fuentes para verificar y esa hemeroteca para recordar. Es un instrumento que a su vez obliga al periodista a cuidar su propia actividad. La sociedad dispone hoy de muchos más instrumentos de fiscalización del trabajo periodístico que antaño.
La diversificación de fuentes, tan palpable hoy, conlleva sus riesgos en el ámbito de la veracidad de la información. El periodista, a poco que tenga alguna popularidad o responsabilidad en un medio, es asaltado por una amplia gama de personas más orientadas a intoxicar o desorientar que a informar. Se ofrecen supuestas exclusivas, que demasiado a menudo son simple vehículo de intereses o aspiraciones particulares. Además, a veces la «exclusiva» tiene su calendario y el periodista obsequiado con ella no tiene tiempo para las comprobaciones. En su lucha por la veracidad y contra la mentira, el periodista tiene otro enemigo, el que convencido de la mentira que propaga niega la evidencia en contra de ella. Lo hemos visto en la imposibilidad de convencer a un sector de la sociedad norteamericana de que Donald Trump fue el perdedor de las elecciones generales, ese sector da por segura la manipulación pese a que no aporte dato convincente alguno y todos los informes y sentencias subrayen con rotundidad lo contrario. No rectifican y consideran al periodista honesto mero cómplice. El periodista de hoy no debe ignorar la desconfianza que a menudo genera en la sociedad. Múltiples indicadores confirman que ha pasado la época del periodista héroe, del periodista modelo. El Watergate o, en España, la Transición, quedan lejos. Y la consideración social de la profesión ha perdido bastantes enteros. Se ganan muchas batallas en los tribunales, desde luego, pero el periodismo pierde prestigio v respeto. La dependencia de poderes económicos y políticos, a veces tan evidente, contribuye poderosamente a ello.
Se ha ido configurando además una sociedad profundamente escéptica, que desconfía de su clase dirigente, que provoca continuas crisis económicas que no sabe cómo resolver, de sus intelectuales, que no parecen tener los pies en el suelo, e incluso de sus científicos, como se ha visto a lo largo de los últimos meses. No es de extrañar la desconfianza hacia el periodista. El negacionismo no es nada nuevo, la batalla contra Darwin y el evolucionismo, superada en Europa, tiene ya un siglo en los Estados Unidos.
Pero hoy, cuando una sociedad que se creía a cubierto de muchas incomodidades o problemas ve como se genera una crisis económica inacabable y asiste al desarrollo de una pandemia mundial que no tiene combate fácil ni rápido y si con muchas contradicciones y altibajos, la desconfianza crece y la disposición a aceptar mentiras cómodas o ver enemigos agazapados por doquier crece. Una incredulidad que puede llevar incluso a la violencia, como se ha visto. La verdad, el desarme de la mentira, sea cual sea el vehículo comunicativo que esta utilice, no es una quimera ni siquiera en estos tiempos de relativismos. Tampoco está a un click. La credibilidad hay que ganársela. No hay que desesperar, aunque podamos ver las redes sociales como la ley de la selva y dependamos en muchos aspectos de esos poderes por encima de los estados -de Google a Twitter- que seleccionan y aun deciden por nosotros. No es tarea fácil en nuestros días desbrozar el camino y combatir la mentira, pero ¿quién ha dicho que el periodismo, el periodismo honesto se entiende, haya sido nunca fácil?